Al viejo lo conocí en Río.
Había salido a caminar temprano y en las piedras al mar que separan Copacabana de Ipanema había gente pescando.
Prendí un cigarillo y me senté a mirar a los dos o tres lugareños, mulatos y bronceados hasta donde no se puede imaginar, que lidiaban contra una mañana de poco pique.
Cerca mío estaba él. Con todos los años encima. De piel tirante, supongo de tantos soles y amaneceres iguales a ese.
Le ofrecí un pucho cuando yo encendía otro y me sonrió con una boca sin dientes.
Hablaba bien el español que le había enseñado su hijo hacía años ya, radicado en Uruguay. Había enviudado hacía dos años.
Y la extrañaba a ella que le había dado cinco hijos a los que no veía, salvo el menor, que una vez por año lo visitaba un par de días apurado y que lo había obligado a entender el idioma que ahora servía para que habláramos.
Me decía que para él, cada día que seguía, estaba casi de más. Que desde que ella se murió había pensado más de una vez en que seguir durmiendo era la mejor idea. Que eso le había rondado en la cabeza en cada despertar en la casucha de la fabela San Martín donde el vivía. Y que nadie, si él no despertaba, iba a saber que eso ocurriría.
Sin embargo, me contaba, se había dado cuenta que tenía que seguir allí.
Que se había convencido que él tenía que terminar el resto de la historia que su mujer no había podido ver. Y que era eso lo que hacía.
Miraba con detenimiento las cosas, se demoraba un poco más en la única ola que en toda la playa rompía, recibía cada mañana el sol, porque creía que cuando con ella se encontrara todas esas cosas se las iba a preguntar.
-Me toca vivir por los dos -me decía- y no sé si es la excusa para no morirme o porque ella me ha dicho, en algún momento, que me quede todo lo que pueda ya que si alguien de acá todavía la quiere y la piensa todavía, del todo, no se fue. Y cuando sea yo el que me muera-sentenciaba el viejo- ¡Qué nos va a importar de los que quedan!
Y así vivía él.
Pobre, solo, todavía enamorado y con la misión de seguir pensando en ella.
-Mis fantasmas -me decía- me hablan todo el tiempo de cosas que han pasado. -Mis fantasmas –agregaba- no entienden que ya no me asustan ni me conmueven. Yo quisiera-concluyó- un único fantasma y no me aparece.
Seguimos hablando largo rato. Tomamos café del vendedor que también nos dejó unos chorizos pasados por harina de maíz.
Y se fue esa mañana sin pique aunque juraría que, después , cuando me alejaba por la arena de Ipanema para seguir caminando y miré para atrás era la caña del viejo la que se movía con éxito en la recogida.
Pero puede ser que lo haya imaginado y en realidad fuera nada más mi deseo.
Fantasmas
Publicado por
mecano59
en
8/30/2007 09:08:00 p. m.
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